31 de enero de 2018

Efecto llamada

(Publicado en Escuela el 23  de enero de 2018)

A comienzos de 2005 entró en vigor en España el real decreto que permitió a muchos inmigrantes regularizar su situación y abandonar esa economía sumergida desde la que no podían acceder a los derechos más básicos. Para criticar esa medida se acuñó una expresión según la cual la motivación de esos extranjeros para venir a nuestro país no sería huir de la pobreza o de la guerra, sino atender la invitación que les estaríamos haciendo con medidas como esa. Hablando de efecto llamada se estaba reclamando, por tanto, un endurecimiento en las políticas relacionadas con la inmigración. 

Aunque no se repare en ello, a veces las palabras incorporan adherencias indeseables. Por eso no es baladí aludir al efecto llamada para justificar ciertas medidas que no tienen consecuencias sobre plagas biológicas letales sino sobre seres humanos que solo buscan un porvenir mejor. 

Resulta lamentable que una expresión como esa se utilice ahora para explicar decisiones  políticas tan importantes como las relacionadas con el acceso a la función pública docente. En efecto, algunos responsables de las administraciones educativas aluden a la conveniencia de impedir un supuesto efecto llamada para justificar que las comunidades autónomas se pongan de acuerdo en organizar las oposiciones de modo que resulte imposible que los aspirantes a funcionarios docentes lo intenten en más de una de ellas.

Igual que para los xenófobos, el efecto llamada sería muy indeseable para estos gobernantes que no caen en la cuenta de que la selección del profesorado no es solo un problema de gestión administrativa en el que lo prioritario es reducir el número de tribunales y lograr que su trabajo concluya cuanto antes. Más bien es un proceso en el que lo más importante no es su duración ni el origen de los aspirantes, sino que sean los más tenaces, los más competentes y los más creativos quienes finalmente accedan a la docencia.

Y es que, aunque algunos no lo crean, el efecto llamada casi nunca es un defecto. Por el contrario, quizá debería ser considerado un precepto en el ámbito educativo. De hecho, en la formación superior se tiene bastante clara la importancia de promoverlo y en Europa se valora muy positivamente ese efecto llamada con que los Erasmus y otros programas facilitan la movilidad para la formación de grado y posgrado en las universidades de distintos países.

Justo lo contrario de lo que pretenden quienes intentan limitar el número de aspirantes en los procesos de acceso a la función pública docente y ponen tanto empeño en que no haya forasteros entre los futuros profesores de su comunidad autónoma. Frente a esa actitud endogámica sería muy deseable, especialmente al comienzo de la carrera profesional, incentivar la movilidad territorial del profesorado. Así quizá sería más fácil que se promoviera luego la de los alumnos o que los equipos docentes de los centros reflejaran en alguna medida la rica diversidad de este país. Y es que, a estas alturas en que es evidente la importancia de los intercambios para la construcción de Europa, debería serlo también que la verdadera vertebración de España no se hace imponiéndola por ley o cerrando las puertas a quienes quieren ser docentes en otras comunidades autónomas sino promoviendo el contacto y la convivencia cotidiana entre sus gentes.

Así que, en lugar de coordinar fechas para hacer imposible que los aspirantes puedan intentar hacer útil su esfuerzo en más de un lugar cada dos años, nuestros gobernantes deberían preguntarse si al adoptar estas medidas no estarán incrementando el aislamiento y dificultando las hibridaciones en nuestro sistema educativo.

Más allá de las letanías estériles sobre lo deseable que sería un MIR del profesorado, lo cierto es que el acceso a esta profesión sigue siendo un ámbito en el que existe cierta facilidad para empeorar las cosas. Y eso es algo especialmente grave en estos tiempos en que está próximo un notable recambio generacional en el profesorado.

Abordar seriamente la forma en que la (buena) experiencia docente debería ser valorada en el acceso a la profesión sin impedir que los más jóvenes también puedan incorporarse a ella. Superar esos sistemas clásicos de selección del profesorado centrados en contenidos disciplinares que resultan redundantes con la formación ya acreditada y que, sin embargo, no resuelven los problemas derivados de la exotitulación en especialidades como matemáticas. O poner el acento en las competencias logísticas y deontológicas (más que en las técnico-burocráticas) entre las cualidades que se deberían valorar en el profesorado. Esas son algunas de las cuestiones que quizá deberían entrar en la agenda de las políticas educativas relacionadas con el profesorado. Temas como esos deberían concitar mayor interés por hallar propuestas inteligentes y mejores consensos que los derivados de una expresión tan deleznable como la de ese sentido negativo del llamado efecto llamada. Quizá el primero de esos consensos debería ser que desde las administraciones educativas nunca se debería argumentar utilizando expresiones tan contaminadas como esa.

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