1 de diciembre de 2023

Estado de derecho y dirección escolar

     (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 28 de noviembre de 2023)

La Constitución y el Estado de derecho parecen haberse convertido en mantras que solo son invocados en contextos de refriega política. Sin embargo, la educación en valores cívicos y éticos, además del nombre de una asignatura de la ESO, es un fin fundamental de nuestro sistema educativo. Y para alcanzarlo, más que los principios, son esenciales los ejemplos, y más que los conceptos, son relevantes los contextos. Por eso, es tan importante el ambiente de libertad, participación y democracia que puedan respirar cotidianamente los niños y adolescentes en nuestras instituciones escolares durante los diez o quince años que pasan en ellas. La capacidad para generar ese clima es lo que distingue a los equipos docentes verdaderamente comprometidos con la educación para la democracia y con el Estado de derecho.

En este sentido, el trabajo ejemplar de muchos equipos directivos resulta determinante. Pero frente a ellos, también debe señalarse la existencia de direcciones burocráticas cuyas actitudes contrastan vivamente con los valores que caracterizan al Estado de derecho. El lenguaje es siempre revelador y también es síntoma del carácter patrimonial con que algunos directores entienden su función. Por ejemplo, ese uso cortijero de los posesivos y de la primera persona de singular cuando se refieren a aquella: “me faltan dos profesores”, “tengo tres aulas disponibles”, “me van a llegar más ordenadores”, “me mandan otros cinco alumnos extranjeros”.

Son esos directores que gustan de asociarse entre ellos (por WhatsApp o con estatutos), los que se encuentran muy cómodos en el liderazgo gremial pero no tanto en el pedagógico, los que entienden su labor más al servicio del claustro que del alumnado y los que, al precio que sea, priorizan el orden silente en las aulas para garantizarse el apoyo de “su” profesorado.

28 de septiembre de 2023

Condurar

    (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 26 de septiembre de 2023)

“Condúralo. Que no hay más ni están a buscarlo”. Se lo oí muchas veces a mis abuelas. El verbo viene del latín (condurare) y significa hacer durar algo, economizarlo. En mi familia ha sido siempre una palabra valiosa, apreciada. Se usó mucho en la posguerra, pero seguramente viene de un tiempo más remoto. Acostumbrados a condurar las cosas, mis antepasados en la Sierra de Béjar aprendieron también a condurar las palabras, a transmitir de generación en generación los preciosos valores que algunas de ellas entrañan.   

Saber condurar es dar valor a aquello de lo que nos servimos. Tomar conciencia de su finitud y de la importancia de preservarlo. Y también de compartirlo, porque condurar se conjuga mayormente en plural: “tenemos que condurar el pan, el aceite, el jabón…” Hay que usar con tino las cosas y no gastarlas a lo tonto. Si acaso, desgastarlas poco a poco dándoles buen uso. Quizá por eso se daba también mucha importancia a “recadarlas”, a guardarlas con cuidado en el sitio más adecuado. Para no olvidarlas, para saber que quedaban a buen recaudo.

Son lecciones de unas vidas menesterosas y sencillas en las que, condurando y recadando, se aprendía la mejor relación con el futuro. A ser previsores, a no derrochar, a buscar una segunda vida para los objetos que nos habían servido bien y podían seguir acompañándonos si se les sabía dar otra función. Condurar supone, por tanto, tomar conciencia de que los bienes son eso, dones que debemos apreciar y usar con moderación. Para que también puedan disfrutarlos otros. Nuestros coetáneos o quienes vengan después.  Por eso es tan grave que, en estos tiempos en que el futuro nos interpela con urgencia y parece pedirnos que no hagamos trampas con las palabras, sigamos abducidos por una vida en presente continuo en la que la sostenibilidad acaba siendo, no preámbulo y motivo para el decrecimiento, sino un lema publicitario que tanto sirve a Amazon como a Wallapop.

31 de agosto de 2023

"Me pido primer" (a vueltas con el artículo 99 y la actuación del Rey)

Comunicado de la Casa del Rey (22 de julio)
  Comunicado de la Casa del Rey (3 de octubre)
  Artículo 99 de la Constitución Española)

"Me pido primer”, insistió Feijóo tras el disgusto de los resultados electorales del pasado 23 de julio. “Me pido según”, insistió Rajoy aquel 22 de enero de 2016 en que la Casa Real conjugó por primera vez el verbo declinar. Ninguno de los dos tenía asegurada una mayoría a su favor en el Congreso cuando se presentaron ante el Rey, pero Rajoy dijo que no quería y Feijóo dijo que sí. Felipe VI atendió a los deseos de los dos. Quizá para no desairar los caprichos de esa derecha que, en situaciones idénticas, unas veces se pide “primer” y otras “segun”.

Sobre los errores del Rey en relación con el artículo 99 de la Constitución he escrito otras veces. Ahora vuelvo al tema porque, a aquella innovación (in)constitucional en el uso del verbo declinar, la Casa Real ha añadido ahora una curiosa digresión sobre la costumbre en su creciente tendencia a explicar por escrito los actos del monarca.

24 de mayo de 2023

Inteligencia artificial y educación

 

                        Seminario virtual sobre inteligencia artificial y educación                                            con Joaquín Peña, José Francisco Quesada Moreno, Mariano Martín Gordillo y Patricia Ferrante

Webinar organizado por AONIA el 17 de mayo de 2023

3 de mayo de 2023

Imprecisión e incertidumbre en la prueba de acceso a la universidad

Publicado en UNION. Revista Iberoamericana de Educación Matemática Vol.19 Num. 67 (2023) Abril                       pdf del artículo

                                                 pdf de la presentación por Óscar Macías Álvarez y Juan Carlos Toscano Grimaldi

La prueba de acceso a la universidad recibe tal atención mediática en España que parece haberse convertido en un verdadero rito de paso que marca el final de la adolescencia. Junto al tradicional campeonismo que pone el foco en aquellos jóvenes que logran las calificaciones más altas y acceden a los grados más demandados, los medios de comunicación suelen resaltar cada año las incidencias sobre la dificultad relativa de los exámenes o los eventuales errores en su diseño que pudieran poner en tela de juicio su objetividad. El guion mediático suele ser siempre ese y acaba sintonizando con una agenda política que insiste, año tras año, en el interés (también mediático) que tendrían unas pretendidas pruebas nacionales. Conviene, en todo caso, superar esas letanías y prestar atención a aspectos más importantes, pero menos conocidos. Para ello, no estará de más utilizar las propias matemáticas como herramienta de análisis y no considerarlas solo como una materia más de esas pruebas. Sobre todo, porque la precisión en los resultados y la ausencia de sesgos parecen condiciones irrenunciables y son conceptos especialmente afines a las matemáticas. 
 

Igual que se presuponía el valor a los soldados (tan invocado en aquel otro rito de paso que era la mili), a los resultados de la prueba de acceso a la universidad se les presupone precisión y neutralidad. Quizá por eso, porque se les presupone, no se cuestiona su rigor algorítmico. Empezaremos por mostrar algunas imprecisiones estructurales presentes en la forma de cálculo de los resultados de dicha prueba y también algunos posibles sesgos presentes en ella.

29 de abril de 2023

De la escuela confinada a la superinteligencia liberada

   (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 26 de abril de 2023)

Hace casi diez años de la publicación de Superinteligencia, aquel inquietante ensayo de Nick Bostrom que se situaba entre la prospectiva y la advertencia ante los riesgos de un futuro que muchos aún consideraban remoto. La liberación del ChatGPT ha hecho que ese libro se haya convertido, en cierto modo, en premonitorio. Así que los pesimistas piensan que se está confirmando la salida del genio (maligno) de la lámpara de Aladino digital, mientras que los optimistas juegan confiados a tenderle trampas a este nuevo conversador virtual.

Las cosas han cambiado mucho en poco tiempo. Hace solo tres años la pandemia vació las aulas y, aunque entonces no se hablaba tanto de inteligencia artificial, los discursos educativos acentuaron las querencias tecnófilas, convirtiendo casi en sinónimos la innovación educativa y la inversión en TIC. El año 2020 fue el de las teleclases y las telerreuniones, y, con ellas, el del advenimiento paroxístico de unas nuevas formas de interacción entre los docentes de la mano de Microsoft Teams (o análogos). Todo eso ha dejado huella en los centros y, aunque la nueva ley educativa ha hecho que se hable bastante de situaciones de aprendizaje, el destino principal de estas no está siendo cambiar significativamente la cotidianidad de los centros sino, quizá, quedar sepultadas entre las logomaquias de moda en las programaciones docentes.

Lo cierto es que, para muchos alumnos, las experiencias más relevantes sobre situaciones de aprendizaje se siguen reduciendo a tres: el examen de evaluación, el de recuperación y el de repesca (o subir nota) a final de curso. Por lo demás, el campeonismo condiciona cada vez más nuestro sistema educativo con esa prueba de acceso a la universidad que, convertida en rito de paso y causa final de casi todo, hace tan estresante el mermado tiempo lectivo de 2º de bachillerato, a mayor gloria del ideal meritocrático.

23 de febrero de 2023

Telerreuniones docentes y derechos de los menores

  (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 22 de febrero de 2023)

El teleconsumo, el teledinero y el teletrabajo han sido algunas de las cosas que han salido reforzadas tras la pandemia. Los interesados en acabar con el comercio de proximidad, con las oficinas bancarias y con los entornos físicos de trabajo tuvieron una oportunidad de oro al comienzo de esta década para dar su gran salto adelante. Con la coartada de la seguridad se facilitó la domesticación algorítmica de los hábitos y la hibridación entre la vida privada y la disponibilidad laboral a tiempo completo. Pero, a pesar de su magnitud, este proceso no ha recibido la atención ni el debate público que merece. “Es lo que hay” o “así todo es más cómodo” son algunos de los mantras con los que se aceptan estos cambios sin pensar mucho en ellos. Y no porque falten lúcidas reflexiones sobre todo esto como las de Alec MacGillis sobre las consecuencias del teleconsumo en su libro Los Estados Unidos de Amazon, las de Brett Scott sobre los efectos y los riesgos de la desaparición del efectivo en Cloud Money o las de Remedios Zafra sobre la cultura algorítmica, el teletrabajo y muchas otras cosas en libros como El entusiasmo o El bucle invisible. Lo que parece dominar ahora no es la reflexión y la crítica pública, sino la inercia y la apatía propias del ensimismamiento doméstico.
 
Aunque quizá menos visibles, los cambios en los hábitos que dejó la pandemia también han sido muy relevantes en el ámbito escolar, especialmente en las culturas docentes. Merecería especial atención y análisis la intensidad con que se han ampliado los currículos en lo relativo al emprendimiento, la competencia financiera o la digitalización (también de las conciencias) en contraste con lo poco que se comentan en las salas de profesores las cuestiones tratadas en libros como esos. Y es que el teletrabajo de los tiempos confinados parece haber dejado una importante huella en el repliegue hacia lo disciplinar, en la invisibilidad del nivel meso de la organización escolar y en un tecnicismo naif, bastante dado a las logomaquias, que hace más probables las preocupaciones (y los chascarrillos) sobre cómo ubicar las situaciones de aprendizaje en las programaciones docentes que el intercambio sincero sobre su plasmación real en las aulas. 
 
Quizá todo empezó en los tiempos del confinamiento con las teleclases domésticas. O con la facilitación por parte de las administraciones para que Microsoft Teams (o análogos) se hiciera con el monopolio de los entornos virtuales en los centros educativos. Conviene usar su nombre completo para que no se olvide que se trata de entornos digitales con una peligrosa querencia a la abducción depredadora y monopolística de los hábitos digitales de las personas. Unos entornos digitales que carecen de contornos educativos. Nada que ver con esos otros entornos virtuales de aprendizaje que respetan y atienden la naturaleza esencialmente educativa del nivel meso escolar. El proceso de ocupación y el desprecio hacia este por parte de esos entornos digitales de inspiración empresarial es tan impertinente como si se pretendiera que las actividades educativas se desarrollaran, no en edificios con arquitecturas escolares, sino en las oficinas locales de las grandes multinacionales. Y así son esos entornos digitales sin contornos educativos que tanto han prosperado en los centros escolares desde 2020.

20 de diciembre de 2022

Superando la ilusión algorítmica: apuntes para una crítica de las culturas examinadoras

(en Ilusión algorítmica y culturas examinadoras. Publicado en la Revista Iberoamericana de CTS. Nº 51. Noviembre de 2022)

El examen es el escenario ritual de la ilusión algorítmica. Sin él no sería posible la representación reiterada del ideal meritocrático. Los ejemplos de la EBAU y el MIR evidencian su creciente presencia y sofisticación en los sistemas de reclutamiento para el acceso a la universidad o a profesiones tan apreciadas y relevantes como la de los médicos.

Tanto en las actividades cotidianas como en las pruebas externas, el examen y las culturas examinadoras han alcanzado en los últimos años una centralidad muy notoria en nuestros sistemas educativos. De hecho, conviven sin demasiados problemas con los reclamos de una evaluación por competencias y, aunque aparentemente son contradictorias, la tendencia a cuantificar esta en la forma de rúbricas hace que ambas puedan compartir los lenguajes propios de la ilusión algorítmica.

Aunque la educación en el siglo XXI sea radicalmente examenófila, los orígenes de tal dispositivo se encuentran en la propia configuración de la escuela reglada hace ya varios siglos. La escuela disciplinada y graduada es principalmente un invento protestante en el que tuvo un papel destacado Comenio. Pero la primacía escolar del examen fue, más bien, una aportación católica con los jesuitas como principales protagonistas (Fernández Enguita, 2018).

Si el examen de conciencia para el perdón de los pecados tenía su escenario oral (y musitado) en el confesonario, el examen de conocimientos para la valoración de los méritos tiene su escenario escrito (y silente) en el aula. Ambos conllevan penitencias, pero, mientras el primero perdona a los pecadores e iguala a los fieles, el segundo distingue a los elegidos y condena a los réprobos.

Más allá de las sugerentes metáforas sobre la inspiración religiosa de un dispositivo que se ha convertido en central para la jerarquización meritocrática en los modelos neoliberales, convendrá suscitar algunas reflexiones que quizá pudieran erosionar el mito del examen como detector infalible de la verdad pedagógica. Se trata de esbozar un repertorio de críticas a ese dogma heredado del examen como el mejor sistema de evaluación posible. Serán, por tanto, unos apuntes valorativos para una crítica del examen en los que se partirá de su propia naturaleza constitutiva intentando responder al qué y al cómo de dicho artefacto.

13 de diciembre de 2022

Ilusión algorítmica y culturas examinadoras: La EBAU y el examen MIR

 (Publicado en la Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad. Nº 51. Noviembre de 2022

Desde un enfoque de Ciencia-Tecnología-Sociedad (CTS) se analiza el papel de los algoritmos matemáticos en algunas pruebas que reciben gran atención mediática en España: la Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU) y la prueba para el acceso a plazas de formación sanitaria especializada, más conocida como examen MIR. Ambas pruebas comparten el propósito de ordenar los resultados de los miles de aspirantes que participan en ellas. Sin embargo, en las dos se advierten errores e imprecisiones significativas que contrastan vivamente con la ilusión de precisión algorítmica que pretenden generar en el público. Finalmente, se apuntan algunas reflexiones críticas de carácter más general sobre los exámenes y su relación con la ilusión algorítmica y la meritocracia.      Leer el artículo
 

24 de noviembre de 2022

Horarios Amazon en secundaria

(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 22 de noviembre de 2022)

Cuando iba al instituto lo normal era estar allí por la mañana y por la tarde. En las mañanas teníamos cuatro clases y un recreo. El resto de las clases eran por las tardes. En COU solo había 7 asignaturas y 27 horas a la semana, así que algunos días no teníamos que volver al instituto después de comer.

Con la Ley General de Educación la jornada partida era lo habitual en España. Tanto en la EGB como en el BUP y el COU. Fue a partir de los años noventa cuando empezó a extenderse en nuestro sistema escolar el cambio a la jornada continua y, con ella, una gran intensificación del currículo para el alumnado. El fenómeno es llamativo porque, desde la LOGSE, ha aumentado significativamente el número de asignaturas y sesiones de clase en la enseñanza media española: en 2º de bachillerato se pasó de 7 asignaturas a las 8 o 9 que tenemos ahora y de 27 horas de clase semanales a las 30 o 31 actuales. Sin embargo, la duración de la jornada escolar se ha reducido significativamente. Para que todas las asignaturas pudieran entrar en la mañana, el tiempo lectivo se comprimió tanto que las horas dejaron de tener 60 minutos y pasaron a tener 55 en muchos centros. Ese recorte supone 30 minutos menos de tiempo lectivo cada día. Es decir, dos horas y media menos cada semana o el equivalente a casi 15 días menos de clase (prácticamente tres semanas) de las 175 jornadas lectivas que tiene un curso escolar en España.

Además de esa gran reducción del tiempo de permanencia en los centros, la jornada continua ha supuesto también una fractura notable entre la vida escolar de los adolescentes en las mañanas y su vida extraescolar en las tardes. Cada mañana han de atender a lo que les dicen y les piden seis profesores de seis asignaturas distintas. Cada tarde hacen deberes y preparan exámenes en casa o en las clases particulares a las que van muchos de ellos. También dedican las tardes a actividades tan diversas como clases de violín, entrenamientos de fútbol o simplemente a dejar pasar el tiempo en sus casas o en lugares no siempre recomendables de los entornos urbanos o digitales.

La generalización de la jornada continua acabó teniendo unos ganadores y unos perdedores claros. Ganaron los profesores, que vieron liberadas sus tardes ubicando en la mañana las 18 horas lectivas que tiene el trabajo docente en los institutos. Y perdieron los alumnos, que no tienen 18 sino 30 horas lectivas cada semana. Para que esas 30 horas entraran en cinco mañanas hubo que jibarizar su duración y se tuvo que hacer más temprana la entrada a los centros y más tardía la salida. El resultado fue más desescolarización de los docentes a consta de intensificar al máximo las mañanas de los alumnos y de privatizar completamente el tiempo de los adolescentes en las tardes.

9 de septiembre de 2022

Trillos de texto

   (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 2 de septiembre de 2022)

Para el niño de la EGB que fui los veranos empezaban cuando los domingos de junio podíamos ir a la playa y en el mes de julio nos íbamos al pueblo. Allí estaban las eras. Las de arriba y las de abajo. Las de arriba eran pequeñas y se asomaban al camino en que al atardecer esperábamos el regreso de las cabras. Las de abajo eran más grandes y se abrían a un paisaje inmenso que tenía su punto de fuga en la Peña de Francia. Las eras eran un lugar fantástico. Un espacio vacío a disposición de todos. Sus empedrados de granito y sus cercos levemente señalados permitían imaginar todos los juegos del mundo y habitarlos. Al anochecer íbamos con nuestros mayores a sentarnos a la fresca en aquel canchal coronado por una cruz que servía de hito para mirar al cielo y especular con la posibilidad de que otros seres quizá también nos estuvieran mirando desde otras eras en alguno de aquellos puntitos de ese fascinante camino de leche que solo podíamos ver en las noches de verano.

Aquellos balbucientes coqueteos con lo astronómico y sus movimientos circulares tenían su correlato en las tardes luminosas en que las eras se convertían en un parque de atracciones con carruseles de espigas recorridos una y otra vez por unos mulos dóciles y pacientes. Los adultos parecían afanosos y felices y nos invitaban a subirnos a aquellos trillos que trazaban órbitas interminables en un curioso sistema planetario que reunía por unos días a todo el pueblo. Mientras dirigíamos los mulos en aquellos deliciosos tiovivos agrarios íbamos tomando conciencia de lo afortunados que éramos al hacer algo impensable en la ciudad y ser los últimos herederos de unas tradiciones aun más antiguas que el propio pueblo.

Participábamos en la trilla y luego ayudábamos a amontonar la parva y aventar el grano en las mismas eras que otros días eran para nosotros territorios propicios para ser conquistados, defendidos o compartidos en nuestros juegos. Unos espacios que los adultos consideraban sagrados y comunales y cuya propiedad fragmentadísima garantizaba que aquel lugar, quizá el más lindo del pueblo, era de todos y para todos.

Mi padre solía tomar las vacaciones en septiembre, el mes de los tomates, las frutas maduras y las temperaturas amables, así que el regreso del pueblo lo hacíamos cuando los compañeros ya habían vuelto a clase. Encontrarnos de nuevo con ellos era uno de los pocos alicientes que tenía dejar aquel paraíso de libertad y regresar al mundo ortogonal del piso, el aula y los libros de texto. Estos solo resultaban excitantes cuando, nada más comprarlos, los olíamos, los forrábamos, les poníamos el nombre y ojeábamos aquellas imágenes que se acabarían convirtiendo en hitos mnemotécnicos con los que recordar dónde empezaba o dónde terminaba lo que se nos preguntaba en cada examen.

La trilla circular e infinita nos permitía convertirnos en julio en romanos que desde aquellos carros imaginarios arreábamos a nuestros caballos o en vaqueros que encaramados en diligencias escapábamos de los indios. Pero los libros de texto, siempre cuadrados y lineales, nos hacían sentirnos como las espigas que los trillos arañaban para separar el grano de la paja. Así que entre octubre y junio aquellos trillos de texto, tan distintos a los del pueblo, no dejaban de roturarnos con palabras memorizables que a veces tenían la aspereza de las lascas.

Hoy las eras son más nombres que lugares. Hace tiempo que allí no se trilla ni se podría trillar. En aquellas propiedades secularmente mancomunadas y hermosas se fueron edificando casas pretenciosas y disonantes. Así se fue mancillando el perfil venerable de muchos pueblos con adosados tan lineales y aburridos como los libros de texto. Las eras son ya solo recuerdos pero los libros de texto siguen presidiendo todavía unas formas de enseñanza que ignoran que se aprende mejor cuando es posible mirar al cielo desde esos espacios abiertos en los que trillar y jugar no son incompatibles.

26 de junio de 2022

Evaluadores silentes

Hace treinta años los jefes de estudios de los institutos llevaban lapicero y goma de borrar a las evaluaciones finales. A las de COU llevaban también calculadora para ir sacando las medias. En la reunión se dedicaba un tiempo a cada alumno y, siguiendo las columnas de una hoja, el tutor (o el director) iba nombrando cada materia y el profesor correspondiente decía en voz alta su nota. Algunas intervenciones iban acompañadas de comentarios. En otras, simplemente por el tono, ya se sabía si aquel diez era superlativo o si aquel cinco era en realidad un cuatro estirado. Tampoco eran raras las dudas entre una nota y otra (“déjame que me lo piense un poco”) o las rectificaciones comparadas (“como le he puesto un siete a fulanito, pónselo también a menganito”). También había momentos en los que se hablaba mucho de un alumno concreto. Sobre todo en las evaluaciones finales de COU en las que un cuatro en una asignatura podía truncar la posibilidad de cursar los estudios deseados. Algunos centros inventaron entonces un procedimiento para que, en esos casos, el equipo docente pudiera sugerir al profesor que le aprobara su asignatura a instancias de la junta. Luego el profesor instado podía decidir si lo hacía o no pero era frecuente que incluso deseara ese apoyo (“instadme por favor”). Eso le permitía conciliar el prurito calificador en su materia con la posibilidad de valorar globalmente la madurez del alumno entendiendo que en esa decisión se jugaba mucho más que un punto arriba o abajo en una asignatura entre los setenta (de las siete asignaturas puntuadas con números enteros del cero al diez) que configuraban el sumatorio de las calificaciones posibles en el COU. Tampoco era raro que, acabadas todas las filas de la tabla, se volviera sobre algunos alumnos para decidir la calificación de aquellas celdas que habían quedado deliberadamente en blanco (“mejor lo hablamos al final”). Entonces no se utilizaba ese adjetivo pero, en cierto modo, se estaban tomando decisiones colegiadas.
 
En la sala de profesores solo se usaba hoja de papel, lapicero y goma de borrar pero, en aquellos tiempos en que las Ateneas y los Mercurios ya habían llegado a los centros españoles, en la secretaría había ordenadores y tras cada sesión de evaluación las tablas analógicas se convertían en digitales. Al día siguiente se imprimían las actas y los profesores pasaban a firmarlas. Y es que, en aquellos primeros noventa tan modernos, había cierta conciencia de progreso. De hecho, no eran tan lejanos los tiempos en que los documentos administrativos se hacían en máquinas de escribir mecánicas.
 
Si echamos la vista atrás y valoramos cómo han cambiado las prácticas de los equipos docentes desde entonces es evidente que se ha producido un notable progreso deontológico. A pesar de los romanticismos de la memoria hay que reconocer que cada vez son menos los cafres y los sádicos que militan en el docentrismo binario ejerciendo sin piedad de cancerberos del cinco. De hecho, año tras año se advierten modulaciones cada vez más racionales y empáticas en las letanías evaluadoras de los equipos docentes. Sin embargo, y a la vez que esto sucede, también van apareciendo ciertas prácticas tecnicistas y cierto afán por acelerar los procesos que, con la coartada espuria de la eficacia burocrática, tienen dos consecuencias alienantes: la deshumanización de las decisiones y la desresponsabilización de los decisores
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16 de junio de 2022

Esculpir el tiempo y escribir con luz

   (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 15 de junio de 2022)

La oralidad, la escritura alfabética, la imprenta y la digitalización. Esos son, seguramente, los grandes hitos en la historia de la comunicación humana. Del primero al segundo quizá pasaron cien mil años, del segundo al tercero menos de tres mil, del tercero al cuarto cinco siglos y en la última etapa llevamos poco más de dos décadas. La aceleración reciente es tal que las generaciones actuales quizá han conocido más cambios que los habidos desde los tiempos en que los sapiens empezaron a usar con intención y sentido sus laringes.

La escuela es el invento más característico de la tercera etapa. Esa que Thomas Pettitt llamó el Paréntesis Gutenberg entre dos oralidades. Un paréntesis que en ella parece no cerrarse. Quizá porque a la escuela le cuesta mucho renunciar a las inercias del libro de texto y del texto libresco, las del examen curricular y el currículo examinable. Sin embargo, fuera de la escuela las cosas son distintas porque, aunque ahora se lee y se escribe más que nunca, cientos de millones de humanos lo hacen cada día en las mismas pantallas y pantallitas en las que miran, muestran, crean y recrean billones de imágenes.

Pero esto no es del todo nuevo.  Además de desconfiar de la escritura, Platón ya anticipó la posibilidad de un mundo en el que las sombras cautivaran las miradas. Y, para explicar el origen de esa fascinación por las imágenes, Plinio el Viejo imaginó que la pintura podría haber nacido cuando una joven enamorada quiso retener para siempre el perfil de la sombra de su amado. Así nos lo muestra magistralmente José Luis Guerín en La dama de Corinto, un documento metafílmico de notable aliento poético.

26 de abril de 2022

Aulas, ágoras y teatros

  (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 26 de abril de 2022)

Si quitamos las mesas y las sillas, un aula puede convertirse en un espacio vacío. Un lugar propicio para cualquier cosa. Como un ágora. Como el escenario de un teatro.
 
Fueron los griegos los que descubrieron la importancia de los espacios vacíos. En ellos inventaron la democracia y alrededor de ellos aprendieron a mirar. Teatro (théatron) significa precisamente eso: lugar desde el que se mira. Igual que el iris de un ojo, las gradas de los teatros clásicos tenían forma radial y desde ellas los griegos presenciaban los conflictos, cómicos o dramáticos, entre la libertad humana y el destino marcado por los dioses. Ese encuentro era posible en el espacio vacío de un escenario circular (la orchestra) que también recuerda a la pupila de un ojo que mira al cielo, a ese otro espacio supralunar desde el que quizá los dioses también contemplaban las creaciones que los humanos les ofrecían. 
 
Con el tiempo los teatros se fueron cubriendo y, sin perder la forma radial de sus gradas, se convirtieron en cúpulas que enfatizan aún más la metáfora del ojo, ahora casi como cámara oscura. El teatro siguió siendo, pues, albergue de la mirada. Primero en el de Paladio en Vicenza y luego en cientos de teatros de todo el mundo, allá en lo alto, sobre las cabezas del público, justo donde el Panteón de Roma tiene un círculo vacío a modo de pupila, se pintaron cielos y se colgaron lámparas para que, antes de que se haga el oscuro y el silencio, no olvidemos que el espacio vacío de los teatros sigue siendo celestial y divino. 
 
Y es que el teatro es, antes que nada, oscuridad y silencio. Porque solo desde la oscuridad completa y el silencio absoluto es posible asistir a esa creación primigenia que comienza cuando se hace la luz y surge la palabra.

1 de febrero de 2022

Paradigmas evaluadores y derecho de veto

  (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 22 de enero de 2022)

Este año se cumplen sesenta de la publicación de La estructura de las revoluciones científicas, el emblemático libro en el que Thomas S. Kuhn cuestionó la imagen lineal de la evolución de la ciencia y puso en circulación conceptos como ciencia normal, ciencia revolucionaria, comunidad científica o cambio de paradigma. Según él, un paradigma es bastante más que una teoría científica e incluye también una visión del mundo compartida. Así, el paradigma aristotélico-ptolemaico no aludiría solo a una teoría sobre el movimiento de los planetas sino a una concepción de la realidad que incluía el geocentrismo, el antropocentrismo y los presupuestos ideológicos desde los que el giro copernicano era considerado como una peligrosa amenaza.

La referencia a la visión compartida es particularmente adecuada porque, según Kuhn, el paradigma tiene la pregnancia propia de una gestalt y se impone de forma tan intensa que quien lo asume parece incapaz de percibir la realidad de otro modo. Así les sucedía a los que obligaron a Galileo a abjurar de sus ideas. Y así les pasa también a quienes piensan que la calificación de las asignaturas es lo que debe determinar la titulación de los alumnos y defienden el derecho de veto del profesor cuando no alcanzan el cinco en su asignatura.

Viene esto a cuento porque la semántica de aprobar y suspender es tan central en el paradigma tradicional de evaluación como lo fueron las órbitas circulares, el carácter inercial de los movimientos celestes o los movimientos retrógrados de los planetas en el paradigma aristotélico-ptolemaico. De hecho, para el paradigma tradicional resulta incuestionable que la evaluación se expresa de forma cuantitativa y que el cinco es un Rubicón que ha de ser superado inexorablemente. Se trata de una idea de naturaleza radicalmente binaria, como lo es la diferencia entre lo blanco y lo negro, entre el día y la noche o el trabajo propio de los sexadores de pollos. Estos separarían con mucha seguridad los machos de las hembras y los docentes distinguirían con la misma convicción los aprobados de los suspensos.

21 de enero de 2022

José Antonio Acevedo Díaz

El pasado día 17 falleció José Antonio Acevedo Díaz. Era un sabio, un maestro y un amigo.  Su trayectoria ha sido la de un investigador excepcional en los campos de la didáctica de las ciencias, los estudios CTS y los temas relacionados con la naturaleza de la ciencia y la tecnología. Muchas de sus contribuciones han sido pioneras y referencia inexcusable en el panorama internacional. De su magisterio y su vocación iberoamericana pueden dar fe los muchos docentes e investigadores de los dos lados del Atlántico para los que sus textos y sus consejos han sido fundamentales. El homenaje que se le rindió en el II Congreso Iberoamericano de Docentes con las intervenciones de Carlos Osorio desde Colombia y Antonio García Carmona desde España es una prueba reciente de ello. Quienes tuvimos la suerte de tratarlo personalmente sabemos de su tenacidad, de su lealtad y de su interés por las personas. Juan Carlos Toscano, ese gran tejedor de redes, lo sabe bien y de la colaboración entre ambos nos hemos beneficiado miles de docentes e investigadores iberoamericanos. Un buen relato de su actitud comprometida con el trabajo y con las personas lo ha hecho Óscar Macías en un hermoso texto sobre los afanes que los dos compartían. Por mi parte puedo decir que José Antonio Acevedo era una de las personas más lúcidas, francas y leales que he conocido. Su enorme erudición era compatible con una prosa cristalina que ha hecho de sus textos (no exentos de una fina ironía) joyas de muy grata lectura a la par que documentos con un rigor académico insuperable. Un buen ejemplo de su interés por compartir trabajos y propiciar la difusión del conocimiento sobre la naturaleza e historia de la ciencia y la tecnología es el libro que escribió con Antonio García Carmona sobre algunos casos históricos de controversias tecnocientíficas. Sirva ahora el prólogo que me pidió para ese libro como homenaje a su figura e invitación a la lectura de los numerosos trabajos de un hombre cuyo legado seguirá siendo fundamental para la mejora de la educación y la cultura científica en Iberoamérica.

Humanizando la historia de la ciencia

 (Prólogo al libro Controversias en la Historia de la Ciencia y Cultura Científica 

de José Antonio Acevedo-Díaz y Antonio García-Carmona)

Tales, Euclides, Newton, Ohm, Coulomb, Faraday, Mendel… En las viejas pizarras escolares y en nuestros libros de texto eran frecuentes los nombres propios de la historia de la ciencia. De hecho, nos resultaban muy útiles como ayuda mnemotécnica. Mientras aprendíamos a retener conceptos o a resolver problemas no nos venía nada mal la ayuda de palabras tan sonoras como Pitágoras, Avogadro, Ruffini o Gay-Lussac para identificar teoremas, constantes, reglas o leyes. Cosas que, por lo demás, tampoco diferenciábamos con mucha claridad.

Pero, ¿quiénes eran esas gentes? ¿Cuándo vivieron? ¿Hicieron algo más que bautizar conceptos que nosotros debíamos aprender? ¿Tuvieron otra vida que la de los libros de texto? Esas preguntas pocas veces eran respondidas. Había demasiada prisa. Los programas de ciencias eran largos y no se podía perder el tiempo humanizándolos. Lo importante eran los conocimientos, no cómo se llegó a ellos. Aunque menos señalada, esa era otra de las brechas entre las dos culturas. Los nombres propios de la ciencia enseñada eran abstractos e intemporales, los de las humanidades escolares casi siempre eran hijos de un lugar y de un tiempo. Algo que no solo contribuía a alejar a la ciencia de las personas. También a falsificarla.

En las últimas décadas han venido apareciendo tímidamente en nuestras aulas algunos espacios curriculares protegidos en los que la enseñanza de lo científico ha podido liberarse un poco de las prisas, de las inercias y de los compartimentos estancos. Ciencia, Tecnología y Sociedad, Ciencias para el Mundo Contemporáneo o Cultura Científica, son los nombres de nuevas asignaturas que se han venido sucediendo en España en las que resulta un poco más fácil abordar las cuestiones propias de la naturaleza de la ciencia que antes quedaban opacadas por la disciplina de las disciplinas.


Hoy nadie puede considerarse culto si no conoce la importancia de contribuciones científicas y tecnológicas como las de Pasteur, Edison o Watson y Crick. Sin embargo, a veces nombres como estos pueden convertirse de nuevo en hitos heroicos, en meros iconos de progresos tecnocientíficos que acaban ocultando los procesos y casi falsificando la naturaleza de la ciencia. Por eso, conviene saber en qué tenía razón y en qué no Pasteur frente a Pouchet y frente a Liebig, en qué era más hábil Edison que Tesla o qué parte de su Nobel le debían Watson y Crick a Franklin (o por qué a esta no se la cita solo por su apellido como se suele hacer con aquellos).

José Antonio Acevedo-Díaz y Antonio García-Carmona han tenido el acierto de sintetizar de forma diáfana cinco episodios de la historia de la ciencia particularmente relevantes para entender su naturaleza. Y han conseguido que el resultado sea tan atractivo para el lector curioso como útil para el docente en su aula. De hecho, ambos vienen de esta y de la investigación sobre una didáctica de las ciencias particularmente atenta a lo que los enfoques de Ciencia, Tecnología y Sociedad y de la Naturaleza de la Ciencia pueden aportar a la educación de los ciudadanos y también en la formación de los futuros científicos.

Como pasa tantas veces, quizá también en este libro sea recomendable dejar para el postre los dos primeros capítulos. Esos que iluminan algunas de las lecciones que cabe extraer de los cinco episodios de controversias históricas que de forma tan amena y rigurosa se reconstruyen en esta obra. Unas lecciones que encuentran también una guía particularmente útil en los cuadros que los autores han incluido al final de cada capítulo.

Sin duda, este libro contribuye a demostrar que otra forma de entender la educación tecnocientífica es posible y necesaria. Por eso es un acierto que José Antonio López Cerezo y Juan Carlos Toscano hayan querido incluirlo en esta cuidada colección que, desde la Cátedra Ibérica CTS+I de la OEI y la Consejería de Economía y Conocimiento de la Junta de Andalucía, edita La Catarata.

Que José Antonio Acevedo-Díaz y Antonio García-Carmona hayan seleccionado como primer caso el del doctor Semmelweis y como último el de Edison y Tesla pone de manifiesto que la naturaleza de la ciencia y la relevancia que en ella tienen los factores no epistémicos no es un asunto que pueda interesar solo a quienes tienen afinidad hacia la ciencia básica. Y revela también que los artífices de la ciencia y la tecnología no deben quedar reducidos a la condición de hitos mnemotécnicos para escolares, sino que fueron protagonistas de episodios humanos que en su momento tuvieron tanta importancia para mejorar la vida de las personas como interés sigue teniendo ahora su conocimiento.


7 de enero de 2022

Diálogo (imposible) entre las palabras, las ideas y las cosas

 
   Las palabras: Lo lógico es que hablemos primero nosotras. Empezaremos por presentarnos. Nosotras somos la base del lenguaje, que es como decir que somos la base de todo. Estamos hechas con las letras de los alfabetos, pero nos podemos combinar de maneras casi infinitas con lo que nuestro mundo no se acaba nunca. Las palabras damos sentido a las cosas que se pueden tocar y también a las que no se pueden tocar. No sólo hablamos del mundo, sino que construimos el mundo. Es muy fácil hacer cosas con palabras.


   Las cosas: Aunque las palabras nos nombren, lo principal somos nosotras. Las cosas existíamos antes de que hubiera palabras y seguiremos existiendo tras el silencio de las palabras. La realidad no está constituida por palabras sino por cosas. Las palabras vinieron después. Son  símbolos nuestros. Resúmenes que nos sustituyen en la memoria de los sujetos. Pero si los sujetos no conocieran antes a los objetos, a las cosas, de nada les servirían las palabras que nos nombran.
 

   Las ideas: Nosotras sí que somos imprescindibles. Nosotras os ponemos en relación a vosotras dos. Las palabras no serían nada sin sus significados y ese es nuestro territorio. Las ideas no somos las cosas, como tampoco somos los sonidos o las imágenes de las palabras. Las ideas somos la base del lenguaje, lo que permite que palabras de diferentes lenguas puedan ser traducidas y entendidas. Y somos también lo que permite entender el mundo de las cosas. Los objetos no tienen sentido sin  nosotras. La realidad no es un conjunto de cosas amorfas. Entre las cosas hay semejanzas y hay orden. Y somos nosotras, las ideas, los significados que estamos entre las palabras y las cosas, las que damos sentido al mundo.

20 de octubre de 2021

Pedagogías cipotudas

 (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 19 de octubre de 2021)

Íñigo F. Lomana acuñó hace algún tiempo ese adjetivo para caracterizar la prosa de algunos escritores que combinan cierto lirismo con una mirada orgullosamente testosterónica. Más que por el lirismo, quienes reivindican pedagogías que también podríamos llamar cipotudas muestran querencia por lo esperpéntico (cuando describen las pedagogías innovadoras) o lo trágico (cuando valoran el presente y el futuro de nuestro sistema educativo). En lo que sí hay plena coincidencia (de hecho, algunos de los más conocidos referentes literarios de la prosa cipotuda también refuerzan en sus columnas periodísticas tales pedagogías) es en la facilidad para conciliar los comentarios de cantina con la alusión a los clásicos y, por supuesto, para reforzar un imaginario sobre la profesión docente que, como aquel viejo coñac, parece ser cosa de hombres.

Lo que defienden no es nada nuevo. Más bien es lo viejo: los codos, la tarima, la disciplina de las disciplinas y un docentrismo imponente. Y todo eso como reacción ante una supuesta marea pedagogista que estaría inundando los centros y convirtiéndolos en verdaderos parques de atracciones en los que estaría prohibido aprender. Por eso los panfletos que escriben y leen los de la pedagogía cipotuda se presentan como un clamor de resistencia a favor del conocimiento, el saber y la memoria, valores supuestamente asediados por la ñoña ludificación educativa que promoverían esas hordas de psicopedagogos que, según ellos, dominan desde hace tiempo la gestación de las leyes y las prácticas en las aulas.

Es verdad que algunos de ellos se documentan y, aunque fuerzan los hechos y caricaturizan a sus adversarios, buscan evidencias en las que sostener sus tesis. Pero para muchos de sus lectores (y también para los que no leyendo se apuntan a los chascarrillos) los prosistas de la pedagogía cipotuda sirven de referentes para lucir con orgullo la camiseta de profesaurios y plantar cara a un demonio educativo que, al parecer, tendría tres nombres en España: LOGSE, LOE y LOMLOE.