Algunos docentes se están dirigiendo estos días a las secretarías de sus centros para firmar su consentimiento para que la Administración consulte si su nombre figura en el Registro Central de Delincuentes Sexuales. Y lo hacen porque los directores han recibido una carta con instrucciones para confeccionar dos listas: las de quienes dan su autorización y la de quienes no la dan.
“Yo no tengo nada que ocultar”. Esa es la justificación que aducen algunos para firmar, para aceptar que su inocencia deba ser certificada. “Hay que hacerlo, si no te pueden echar”. Es el temor de otros que entienden como obligatorio un acto que es voluntario. "Yo firmo lo que me digan y así me evito problemas". Lo dicen los que tienen más prisa que interés por estos temas. Aunque también hay otros que sienten una mezcla de desazón y miedo. No les gusta firmar algo así, pero temen que si no lo hacen alguien pudiera pensar que son tibios con los delitos sexuales, que con su actitud protegen a los delincuentes y no a los menores.
Lo que describen los dos párrafos anteriores sí que da miedo. Si unos funcionarios que pueden llevar décadas trabajando en educación aceptan como un trámite que se les pida que certifiquen su inocencia o temen las consecuencias que pueda suponerles no hacerlo, es que las cosas van mal. Muy mal.