15 de abril de 2016

Valores e intereses

(Publicado en Escuela el 14  de abril de 2016)

Confrontar valores e intereses. Negociar y dirimir prioridades entre ellos. Adoptar decisiones que susciten consensos. Esa podría ser una buena caracterización de la política. De la buena política. De la política necesaria. La propia de las sociedades democráticas que, por el hecho de serlo, son conscientes de que los intereses y los valores son plurales y muchas veces contrapuestos. Es la política que, partiendo de ese principio, aspira a conseguir acuerdos, siempre revisables, en torno al interés general y a los valores compartidos.

Esa política está en las antípodas de esa otra caricatura que muchos consideran la única realmente existente y hasta posible. La que entiende que toda actividad pública es siempre interesada y solo puede estar presidida por valores egoístas.

Confundir los valores con los intereses y suponer que los segundos son siempre personales y los primeros se reducen a la ética son quizá algunas de las razones por las que cala tanto entre tantos el rechazo hacia lo político. Sin embargo, no todos los intereses son espurios ni todos los valores valiosos. Además de las demandas (algunas legítimas, otras no tanto) los intereses incluyen también las necesidades (algunas conscientes, otras no tanto). Y entre los valores unos tienen que ver con el bien común, pero otros son solo trasuntos del egoísmo o prejuicios que dificultan el diálogo.


Trabajar con pasión en favor de las necesidades de las personas siguiendo esas variantes del altruismo que son la compasión y la solidaridad es la forma en que muchos ponen sus mejores valores al servicio de los más acuciantes intereses de los demás. Es lo que hacen, por ejemplo, las gentes de ACNUR, MSF, Cruz Roja o UNICEF (por citar solo algunas ONGs con las que colaboro) en estos tiempos extraños. Unos tiempos en los que Europa parece renunciar a sus valores tradicionales de paz y altruismo permitiendo que los prejuicios y los intereses egoístas se concreten en acciones que pueden ser descritas por la repugnante conjunción de dos palabras incompatibles: deportación y refugiados.

Los educadores tenemos la suerte de trabajar con lo mejor que tiene una sociedad: con sus niños y con sus jóvenes. Y tenemos la suerte de poder contribuir a que aprendan a distinguir los valores altruistas de los prejuicios excluyentes. A que diferencien los intereses que son necesidades humanas de aquellos otros que son solo demandas (de legitimidad variable) que pueden ser causa de la desigualdad de derechos existente en el mundo.

Nuestro trabajo se desarrolla en un ámbito que concita un general acuerdo social. De hecho, el valor de la educación es algo que no discuten ni los que niegan que la escuela deba educar en valores. Y entre los intereses que la mayoría de las sociedades priorizan está el de ofrecer más y mejor educación a las nuevas generaciones.

En este sentido los profesores tenemos, como quienes trabajan en las ONGs más necesarias, la posibilidad de hacer que nuestros mejores valores sirvan a los intereses más legítimos: los de los más jóvenes, los que tienen mucho más futuro que pasado, los ciudadanos de los que dependerá que su mundo (y el mundo) sea mejor o peor según cómo sepan tejer la trama de los valores en la urdimbre de los intereses.

Sin embargo, un trabajo tan afortunado como el nuestro también tiene sus riesgos. Por ejemplo, el de dar por supuesto el valor de lo que hacemos simplemente porque la sociedad lo valora.  Y es que el valor de la educación puede convertirse en coartada para que, como antes los soldados, algunos docentes reclamen que se les presuponga en todo lo que hacen. Son esos que esconden en los valores de la calidad educativa lo que solo son demandas (unas justas, otras no tanto) de sus intereses gremiales. Como otros, el de los docentes no es un trabajo desinteresado. Pero tampoco puede ser solo un trabajo interesado. Y mucho menos tratándose de una actividad tan valiosa.   

Si las competencias logísticas son algunas de las que caracterizan a los docentes capaces, las actitudes deontológicas son las que definen a los virtuosos. Entre estas últimas está en un lugar destacado su capacidad para distinguir los intereses de los alumnos de los suyos propios. Y de saber qué valores deben presidir su trabajo en esas tensiones y distensiones que caracterizan la vida cotidiana de las escuelas. Esa pequeña política presente en unas instituciones en las que cada día se reproduce o se construye lo que una sociedad ha sido o puede llegar a ser.

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