(Publicado en Escuela el 5 de noviembre de 2015)
Los ojos de la guerra es el título de un documental con el que
Roberto Lozano reivindicó la mirada comprometida de quienes nos muestran la
otra cara del mundo. Gentes como Enrique Meneses, Gervasio Sánchez o Rosa María
Calaf, que nos han hecho mirar lo que habitualmente no vemos y ver lo que
algunos no quieren que miremos.
A
veces pienso que en nuestros colegios e institutos nos faltan perspectivas como
las suyas. Miradas que hagan visible lo que ocultan las rutinas. Que muestren
que los alumnos son más que seres buenos o malos según sus resultados en los
exámenes y sus actitudes en las aulas. Que pongan de manifiesto que valorar y
evaluar no consiste solo en señalar con bolígrafo rojo sus errores. Y que nos
recuerden que los humanos aprendemos más cuando se incentivan los intentos que
cuando se magnifican los fallos.
Pero
no es solo a quienes están al otro lado del currículo a los que la escuela hace
a veces invisibles. También les sucede a los docentes más inquietos. Y es que
la creatividad y la innovación no cotizan muy alto en algunos claustros. De
hecho, impugnar las rutinas y reclamar el compromiso es la mejor manera de
terminar en el ostracismo en no pocos de ellos.
Y
así van pasando los años y cualquier progreso educativo les resulta invisible a
esos que piensan que la escuela a la que fueron era mejor que la de hoy. Una
idea que, sin embargo, no les lleva a intentar mejorarla sino que,
curiosamente, les sirve de coartada para evitar cualquier responsabilidad en lo
que sucede dentro de ella.
No
ver el todo desde la parte, convertir la anécdota en categoría, reprochar a los
destinatarios (los alumnos, las familias) carencias que son precisamente la
razón de ser de este servicio público, reclamar autoridad sin dar motivos para
merecerla, creer que educar es solo sumar enseñanzas… Son algunos de los
síntomas del peor mal que puede aquejar a una escuela: no tener ojos para ver
lo que le pasa.
Hace
ya veinticinco años que Miguel Ángel Santos Guerra quiso que la evaluación
sirviera para abrir los ojos de la escuela y hacer visible lo cotidiano con su
famoso libro. Como él son muchos los reporteros escolares que escriben lúcidos ensayos contra la ceguera educativa para intentar
remediarla. Pero eso no basta. Siguen siendo demasiadas las escuelas en las que
la innovación debe ser subrepticia y las miradas críticas casi clandestinas.
Allí los que nada ven siguen marcando un rumbo educativo que suele ser
simplemente el de la trayectoria rectilínea o el del inmovilismo.
Es
verdad que estos tiempos no son los mejores para defender nuevas perspectivas
en una profesión que recibe más consignas burocráticas que incentivos para la
autonomía responsable y la innovación creativa. Pero precisamente por eso es
aún más importante abrir los ojos de la escuela y recuperar una mirada crítica
sobre lo que sucede dentro de ella.
Y
para eso el cine podría sernos muy útil. Mejor que cursos acreditables o
conferencias para los convencidos, algunas películas podrían ser buenos medios
para ayudar a abrir los ojos de las escuelas a través de los de sus profesores.
Estoy pensando en lo que podría aportar a cualquier claustro un debate sobre la
institución escolar y la profesión docente tras ver películas como Hoy empieza todo de Bertrand Tavernier o
La lengua de las mariposas de José
Luis Cuerda. O en lo que se podría aprender sobre los problemas de algunos
alumnos con historias como Las vidas de
Grace de Destin Cretton o Los niños
salvajes de Patricia Ferreira. O sobre la ilusión con que algunas
profesoras afrontan su trabajo en entornos mucho más difíciles que los de la
mayoría de nuestros centros en películas como Conducta de Ernesto Daranas o documentales como Piratas y Libélulas de Isabel de Ocampo.
Para
abrir los ojos de la escuela cualquiera de esas películas sería más útil que
tantas reuniones de claustro en las que se exponen resultados y se aprueban
documentos en ceremonias casi clónicas un año tras otro. Sería interesante ver
qué pasaría si algún director valiente, aprovechando que todos los profesores
han de asistir a ellos, se atreviera a sustituir la escucha de esas letanías
por el visionado de películas como esas. Y abriera después un debate que
seguramente sería más pertinente que esos ruegos y preguntas con que finalizan muchos
claustros.
Y
es que difícilmente los alumnos podrán aprender a mirar en unas escuelas en las
que sus profesores no saben ver.
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