(Publicado en Escuela el 24 de septiembre de 2015)
“Prescribe
que algo queda”. Tal podría ser el dictum
que orienta la relación de muchos administradores de la educación con la
organización escolar. Reales decretos, decretos, resoluciones, instrucciones y
circulares con referencias cruzadas, derogaciones parciales y vigencias
indiscernibles hacen de las enseñanzas regladas un verdadero laberinto
normativo en el que, contra la pregnancia gestaltista, la suma de las partes
acaba siendo más que el todo y el mapa termina por parecer mayor que el
territorio.
Desde
hace décadas la inflación prescriptiva ha sido creciente en nuestro sistema
educativo, pero con la entrada en vigor de la LOMCE se ha llegado al paroxismo.
Sirvan de muestra algunos ejemplos.
El
Real Decreto que establece el currículo básico de la ESO y el Bachillerato
ocupa 377 páginas del BOE. Su desarrollo en mi comunidad autónoma ocupa 960
páginas de prescripciones y recomendaciones solo para el bachillerato. Para una
materia tan marginal (aunque polémica) como Valores
Éticos, que solo tiene una hora a la semana, se han prescrito en el
currículo básico de la ESO más de 140 estándares de aprendizaje (de los cuales
25 terminan con las palabras “entre otros” o “etcétera”). Algunos tienen
formulaciones tan curiosas como “Utiliza
la introspección como medio para reconocer sus propias emociones, sentimientos
y estados de ánimo, con el fin de tener un mayor autocontrol de ellos y ser
capaz de automotivarse, convirtiéndose en el dueño de su propia conducta”, “Toma conciencia y aprecia la capacidad que
posee para modelar su propia identidad y hacer de si mismo una persona justa,
sincera, tolerante, amable, generosa, respetuosa, solidaria, honesta, libre,
etc., en una palabra, digna de ser apreciada por ella misma” o “Diseña un proyecto de vida personal
conforme al modelo de persona que quiere ser y los valores éticos que desea
adquirir, haciendo que su propia vida tenga un sentido”.
Sobre esa base se supone que los departamentos deben elaborar sus programaciones didácticas en las que no han de olvidar ninguno de los elementos enumerados en la última resolución o instrucción que las regula. Bien es verdad que esta labor acaba siendo leve para quienes optan por elegir el libro de texto de una editorial que les provee amablemente de todo lo necesario para que el documento quede impecable.
Aunque
también hay quienes encuentran en la redacción de la programación general anual
o de las programaciones didácticas oportunidades para demostrar sus dotes como
funcionarios sobradamente informados de las novedades legales y modas
institucionales y capaces de medirse en erudición legal con el más puntilloso
de los inspectores.
Que
todo esté “ajustado a norma” (así, sin el artículo) es la manera en que
entienden su trabajo aquellos que confunden la autonomía docente con la
soberanía taifal de los departamentos o que consideran que preparar un curso es
lo mismo que redactar esas programaciones defensivas más pensadas para definir
los criterios con los que rechazar la eventual reclamación de unos padres que
para hacer óptimo el procedimiento de enseñanza y sensato el de
evaluación.
Y
es que quizá se nos olvida lo más importante. Que el destinatario de las
programaciones no es ese inspector que nos podría “pillar” en una evaluación
del centro sino ese compañero que ingenuamente se pregunta si no sería bueno
que los criterios de evaluación fueran similares en todas las asignaturas, que
resultarán claros para los alumnos y sus familias y que se hubieran analizado y
consensuado por un claustro que discute en profundidad los temas pedagógicos
(algo que, por lo demás, quizá también esté recogido en alguna norma).
Así,
la llegada de la LOMCE podría ser un buen momento para atrevernos a una pequeña
insumisión. La de competir entre nosotros en laconismo programático. En hacer
de nuestras programaciones documentos casi zen. Textos en los que se haga
cierto que menos es más. Que recogen (solo) lo necesario. Que decimos poco
porque hacemos mucho (y no al revés). Que nuestros alumnos (y sus familias) van
a poder entender lo que decimos, porque nuestras programaciones no son textos
burocráticos que simulan emanar de las normas sino invitaciones atractivas a
esa aventura que, un año más, espera a los alumnos en nuestras aulas. La
aventura de aprender. Una aventura de la que nos hacemos responsables y para la
que usaremos muchas cosas, pero para la que solo necesitamos unas
programaciones mínimas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario