5 de diciembre de 2013

Leyes educativas

(Publicado en Escuela el 5 de diciembre de 2013)
 
Hay dos tópicos muy frecuentados por los opinantes: que en los últimos tiempos ha habido demasiadas leyes educativas y que la educación de los españoles era antes mejor. Y ambos están, en cierto modo, relacionados.

La arcadia educativa que algunos imaginan en un pretérito perfecto podría encontrarse en la larga época de estabilidad normativa que hubo en España entre la Ley Moyano de 1857 y la Ley General de Educación de 1970. Aunque es difícil tomar en serio que la edad de oro de la educación española, la buena educación, estuvo en ese siglo y pico sin grandes cambios, hay que reconocer que las últimas décadas han sido más movidas.

Desde la promulgación de la LGE (la de la EGB y el BUP) ha habido muchas leyes orgánicas sobre la educación no universitaria. Hasta siete, según algunas cuentas: LOECE (1980), LODE (1985), LOGSE (1990), LOPEGCD (1995), LOCE (2002), LOE (2006) y la LOMCE (2013). A pesar de ello, estos tiempos han sido los mejores de nuestra historia educativa. Los años en que más españoles han sido escolarizados, en los que se ha prolongado más su escolarización y también los años en que nuestro sistema educativo ha alcanzado mayores niveles de calidad. Aunque algunos lo obvien, conviene recordar que en las últimas décadas hemos creado no solo la mayor escuela de nuestra historia sino también la mejor.


La LGE de 1970 supuso cambios importantes. Terminó con aquella doble vía que a los diez años condenaba a unos a una pronta desescolarización y legitimaba escolarmente la desigualdad social de los otros. Aquella ley también alargó un año la educación preuniversitaria. Porque en la supuesta arcadia educativa en la que se formaron quienes hoy tienen más de 52 años se llegaba a la universidad con 17 y se salía con 22, un año menos de formación de la que tenemos los hijos del BUP y la ESO.

La LOGSE fue el otro gran cambio de nuestra historia educativa. Una ley que creó una nueva estructura de etapas (la primaria y la ESO), prolongó la escolaridad común hasta los dieciséis años y apostó por una formación profesional de grado medio y superior no lastrada por un acceso devaluado.

Aunque ha habido otras leyes sobre educación, la mayoría no han afectado a la estructura del sistema. De hecho, algunas no llegaron a aplicarse (la LOECE y la LOCE) y otras regulaban aspectos importantes pero que no afectaban a las enseñanzas (la LODE y la LOPEGCD).

Ni siquiera la LOE transformó la estructura general del sistema educativo. Su propósito era sistematizar lo que antes estaba disperso y enmendar las derivas segregadoras de la nonata LOCE. Algunos de los cambios que supuso fueron polémicos (como la Educación para la ciudadanía), otros relevantes (como la inclusión en el bachillerato de la materia de Ciencias para el Mundo Contemporáneo o la declaración de la religión como estrictamente voluntaria y sin alternativa en esa etapa), pero todos eran limitados (apenas implicaban un par de horas semanales en solo tres cursos).

Por tanto, solo ha habido tres grandes leyes que hayan modificado de manera importante la estructura del sistema: la ley Moyano de 1857, la LGE de 1970 y la LOGSE de 1990.

A diferencia de la LOMCE, la LOGSE se aprobó después de varios años de reformas experimentales y su implantación paulatina se prolongó durante una década. De hecho, su puesta en marcha coincidió con el primer mandato de Aznar, quien solo al final de la segunda legislatura llevó al parlamento una ley alternativa.

Ahora la nueva ley orgánica se aprueba sin que los opinantes de la arcadia educativa critiquen lo mucho que la derecha está alterando la paz escolar, ni le reprochen que nunca haya querido suscribir un pacto educativo para dar estabilidad al sistema.

La LOMCE es una ley mala hasta en el nombre (¿cabe imaginar una ley cuyo propósito fuera empeorar la calidad de lo regulado). Es una ley que no se atreve a acabar con la ESO o a redefinir seriamente el bachillerato, pero que desvirtúa el significado de las palabras respondiendo a un imaginario que en realidad nos devuelve a los tiempos del bachillerato elemental (para la selección), el bachillerato superior (para los elegidos) y el aprendizaje de los oficios (para los menesterosos).

Es una lástima que de la tramitación de la ley en el Senado solo haya quedado el debate derivado de esa vergonzante alianza gremial para hacer más obligatorias las matemáticas en un bachillerato que requeriría más flexibilidad y no más rigidez. Por desgracia, los futuros bachilleres no podrán saber que ese “nadie entre aquí sin saber matemáticas” no se ha inventado ahora, sino que era la divisa con que Platón imaginó hace más de dos mil años un modelo segregador como el que ahora parece devolvernos a su mítica caverna. Una caverna cuyo significado en la historia de la filosofía no conocerán los alumnos de la LOMCE y de la que no saldremos si permitimos que se prolonguen estos tiempos wertianos en los que el pensamiento se destierra en favor de los espejismos economicistas.

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