13 de septiembre de 2013

Curso cero

(Publicado en Escuela el 12 de septiembre de 2013)

Eso parece el que ahora comienza, el curso cero de un futuro incierto. Si nada lo remedia, en él tendremos una nueva ley educativa. La primera en la historia de España que está más inspirada en el pasado que proyectada hacia el futuro. Ni sus defensores lo ocultan: su propósito es desandar el camino recorrido desde la Logse. El retroceso puede incluso ser mayor y hacer que lleguemos a añorar la LGE. Así que tras este curso cero quizá podamos empezar a contar con números negativos los años del tiempo wertiano.

La única esperanza es lo mucho que nos han unido este ministro y esta ley. El clamor de la comunidad educativa ante lo que se avecina quizá haga posible que, más pronto que tarde, se detenga esa cuenta atrás. Que volvamos a tener cuanto antes leyes educativas que promuevan la igualdad, la formación integral de las personas y el progreso social. Leyes no cegadas por el mito de la excelencia como el fin que justifica los medios segregadores. Porque, no nos engañemos, la excelencia es solo la coartada de un programa educativo cuyo verdadero fin es el regreso a una sociedad más jerarquizada y desigual.

Pero no podemos trabajar pensando solo en lo aciago de estos tiempos. No debemos denunciar solo los errores de gran escala. También merecen atención esos otros errores menores que acaban conformando el imaginario que ampara los mayores. Por ejemplo, el otro sentido de la expresión que da título a este texto.



Los alumnos que hasta mayo estaban en bachillerato y pocas semanas después superaron la PAU son recibidos en muchas universidades con una curiosa oferta. Antes de comenzar el primer curso del grado pueden acceder a un curso cero para determinadas materias. Allí aprenden en solo unos días las bases para esos estudios.

No se trata de sesiones de orientación al mundo universitario. No es la presentación de su rica oferta académica y complementaria. No son indicaciones para usar las tutorías, para trabajar con “espíritu Bolonia”, para no descuidar los idiomas y elegir pronto itinerarios formativos y vitales en los que la creatividad, la tenacidad y el interés por aprender vayan más allá de la mera superación de los créditos. No se pretende que se valore desde el comienzo la importancia de las competencias que requiere la investigación autónoma y la innovación creativa, ni de estimular el interés por tener éxito en el grado y empezar a considerar las opciones de la formación de postgrado.  Se trata de otra cosa mucho más simple: de aprender matemáticas, física o química en apenas quince horas.

Pero el carácter propedéutico de esos cursos cero quizá sea más simbólico que académico. Si en solo unas horas un profesor universitario es capaz de enseñar lo que supuestamente no han logrado los profesores de bachillerato en cientos de horas, habría que pensar en sus poderes mágicos. Unos poderes que curiosamente no le sirven después para garantizar el éxito de sus alumnos en el primer curso del grado.

Como en cualquier otro nivel, podría ser lógico que en las primeras clases de algunas materias de grado se haga un repaso de contenidos básicos. Pero su organización y difusión separada como cursos cero sirve principalmente para otra cosa. La función de esos cursos cero “voluntarios” es, más bien, simbólica. La propia de un rito de paso. Son como hitos para marcar el territorio, para señalar que esto ya no es el bachillerato y que quien entra en la universidad podría no estar suficientemente preparado, a pesar de lo que acredite su titulación y las pruebas selectivas. Una ceremonia de entrada en una nueva vida que pone a cero el contador de lo aprendido hasta ese momento.

No se trata de compensar carencias que no deberían presuponerse en alumnos que llegan a la universidad con todas las materias de bachillerato aprobadas y que han superado unas pruebas de acceso que, no lo olvidemos, están organizadas por las propias universidades. Se trata, más bien, de afirmar el presupuesto de que es frecuente que los alumnos lleguen a la universidad con deficiencias. Y de que los propios alumnos asuman ese presupuesto que, a modo de profecía autocumplida, justificaría por causas externas al profesorado universitario cualquier fracaso de quienes llegan a ella.

¿Qué dirían los profesores de los grados universitarios si el comienzo de los posgrados se organizaran cursos cero para compensar carencias en la formación universitaria? ¿Por qué no se protesta desde las especialidades afectadas del bachillerato por unas practicas que ponen en tela de juicio la calidad del trabajo de ese profesorado?

Para algunos el curso cero es al bautismo lo que el examen global es al juicio final. El componente ceremonial de ambos extremos del proceso educativo cautiva a quienes entienden que en educación las actuaciones son más importantes que las competencias y que la formación consiste solo en transmitir conceptos cristalizados. Quizá por eso defienden los cursos cero. Y quizá también por eso estamos comenzando ahora un curso cero.

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