14 de agosto de 2013

El significado de innovar

Ese es el título del interesante libro que han publicado recientemente Elena Castro Martínez e Ignacio Fernández de Lucio (1). De fácil lectura, es para el profano una aproximación amena y sugerente al mundo de la innovación.

Innovar es un término omnipresente en el lenguaje político. Tanto que empieza a ser más valorativo (casi como sinónimo de bueno) que descriptivo. No es raro, por tanto, que muchos lo consideren parte de esas letanías con que se llenan algunos discursos que solo pretenden ocultar el vacío de las prácticas.

Por eso me parece relevante este libro que responde con claridad a su título obviando toda retórica sobre la innovación como idea políticamente correcta. Para el profano tiene el interés de estar lleno de ejemplos que muestran como, desde su consideración negativa antes del siglo XVII hasta hoy, la innovación es una de las formas de hacer que el mundo sea mejor. Pero el libro tiene, además, el interés de facilitar la dilucidación de ese concepto mostrando la diferencia entre innovación e invención, la naturaleza social de los procesos de innovación (que no cabe limitar, por tanto, a las tecnologías materiales) o la existencia de una innovación social que va más allá del ámbito económico y empresarial.


Para los educadores es especialmente oportuno el análisis sobre los aspectos socioculturales de la innovación y el subrayado de que son las personas las que innovan y que, para hacerlo, deben contar con entornos institucionales propicios. Me gusta esa reivindicación del “clima innovador de las organizaciones”. Una expresión que encuentro paralela a la del “clima moral de las instituciones escolares” que utiliza Miquel Martínez (otra de las personas con las que he tenido la suerte de compartir afanes colaborando con la OEI).

Pero mejor que sean los propios autores quienes nos hablen sobre los innovadores y sobre las instituciones que propician la innovación:
“Los que participen en los procesos de generación de ideas y soluciones deben tener creatividad e imaginación, ser capaces de conectar ideas, tener curiosidad, dotes de observación, capacidad para experimentar, pero también necesitan tener interés por abordar y resolver problemas, ser capaces de ponerse en el pellejo de los usuarios o clientes potenciales, imaginar y observar sus demandas y las condiciones en que estas pueden ser satisfechas. […] Las personas innovadoras se caracterizan por su energía, por su motivación y entusiasmo para llevar adelante sus ideas, su persistencia y su capacidad para trabajar duro; han de ser luchadoras. También es importante que tengan seguridad en si mismas, iniciativa, independencia y determinación para alcanzar objetivos. Finalmente, innovar es, como ya se dijo, arriesgarse, pero con cuidado; lo ideal es tener una combinación de tolerancia al error y capacidad para asumir riesgos calculados.”
(pp. 97-98)

“La estrategia general de una organización innovadora contempla las actividades de innovación como parte del quehacer de la organización, destina tiempo y recursos para ello y esto se refleja en los procesos de toma de decisiones, en la organización, en la cultura de la organización (apertura, confianza, profesionalidad, competencia…) en las oportunidades de formación, en los sistemas de promoción y recompensas que ofrece a sus empleados, en los mecanismos de autoevaluación, en la disponibilidad de espacios, metodologías y herramientas para favorecer la innovación y las relaciones, dentro de la organización y con distintos tipos de actores. […] En síntesis, el clima de una organización es innovador cuando la innovación forma parte de la misión y la visión, cuando los trabajadores tienen un alto nivel se satisfacción porque se sienten valorados, se aprecian sus aportaciones y se les da cierta autonomía, cuando hay un clima de libertad, tolerancia y flexibilidad y cuando está permitido el error.”
(pp. 100-102)

¿Describen esos dos párrafos competencias de los docentes y características de nuestros centros educativos? Yo creo que sí. Y no solo como ideal regulativo. También como descripción de la pasión (otra actitud que los autores enfatizan como definitoria del carácter de los innovadores) con que muchos docentes viven su profesión y del clima que se respira en muchos centros educativos.

Pero no quiero ser un optimista ingenuo. Reconozco que, aunque más comunes de lo que parece, esas competencias no son las que defienden los discursos dominantes en nuestras culturas profesionales. Tampoco creo que el clima innovador sea lo primero que se percibe en muchas instituciones escolares.

La nuestra es una profesión en la que las iniciativas innovadoras han de vérselas a diario con las inercias. “Siempre se hizo así” o “antes todo era mejor” forman parte del imaginario educativo de un buen número de docentes que, aunque quizá no sean la mayoría, sí son los que más hablan (dentro y fuera) de esta profesión. Nada raro, ya que no han sido seleccionados precisamente por sus actitudes innovadoras. Y es que la socialización tradicional de una profesión con unas prácticas prescritas en los decretos y unos tiempos presididos por ciclos anuales (como las faenas agrarias) no es el contexto más adecuado para que la innovación sea un valor apreciado. O al menos la innovación para ese cambio a escala intrageneracional del que habla Mariano Fernández Enguita y que debería ser el aire que respiran cotidianamente los niños y jóvenes que, antes que en cualquier otro lugar, deberían aprender a ser creativos e innovadores en unas instituciones constantemente reconstruidas por esos innovadores creativos que deberíamos ser siempre los docentes.

Pero nuestra socialización (inicial y continua) no ha sido así. La innovación y la creatividad no preside las lecturas, los diálogos y las decisiones en muchos claustros. No son pocos los centros en los que el freno de mano y la marcha atrás son mucho más poderosos que los cambios de marcha y el uso del acelerador. Quienes defienden que se ha de hacer lo que siempre se hizo tienen más probabilidades de ganar las votaciones en muchos claustros que quienes quieren explorar lo que se podría (¿o se debería?) hacer.

Pero la innovación educativa siempre ha existido. Aunque, demasiadas veces, de forma clandestina. Los profesores innovadores han debido serlo subrepticiamente. Sin poner en evidencia al resto. Más bien haciéndose perdonar. Y es que la inercia no debe ser perturbada nunca por una creatividad que pocas veces se siente empoderada.

Para los profesores inerciales la innovación solo tiene alguna legitimidad cuando llega desde arriba: Mercurio, Atenea, Transversales, Bibliotecas Escolares, Agenda 21, PROA, PLEI, Escuela 2.0, Bilingüismo… Términos que han definido desde hace tiempo esa otra innovación vertical. La que se vehicula con proyectos “llave en mano”. Esa que llega(ba) con medios materiales y reducciones horarias para hacerla atractiva (o al menos asumible) entre los inerciales.

Pero la que viene desde arriba es una innovación cristalizada y prescrita. Su papel para dinamizar ciertas prácticas y romper con algunas inercias es innegable, pero solo mientras se promueve. En muchos centros la huella de esos proyectos no ha perdurado más allá de la duración de unos programas que los inerciales han interpretado siempre como modas pasajeras. El tedio o la desazón es lo que queda entre algunos de los docentes que en su momento fueron apóstoles de esos programas y ahora ejercen de escépticos dificultando otras innovaciones no domesticadas: “eso ya se intentó”, “sin medios no hay nada que hacer”…

Por eso es tan interesante mirar fuera y entender que la mejor innovación (la más persistente) no es la que llega a los centros como deus ex machina. Es la que ya está en ellos, aunque a veces resulte invisible. La que preside tantas didácticas que exploran caminos no predefinidos por los libros de texto. La que no se angustia por las normas curriculares porque sabe que lo que se aprende no es lo que se prescribe. La que plantea que otra evaluación es posible aquí y ahora. La que considera a la organización escolar y la acción directiva como elementos clave del progreso de la institución educativa y no como los garantes del plácido desempeño de las rutinas escolares. La que entiende, en suma, la profesión y la institución escolar con esa pasión a la que tanta importancia le dan Elena de Castro Martínez e Ignacio Fernández de Lucio cuando hablan de innovación.

Y es que las únicas inercias que deberíamos proteger en los centros son las procedentes de las innovaciones que se han demostrado exitosas y que deberían mantenerse con menos esfuerzo de lo que costó iniciarlas. Así nuestras prácticas estarían basadas en la evidencia, en las razones y en los valores de lo deseable. Porque no es de la costumbre y los reglamentos de donde cabe esperar la innovación ni la mejora de unas instituciones que deben aprender a la vez que lo hacen quienes están en ellas.

Dado el rumbo que está tomando la política educativa en nuestro país, seguramente podremos esperar poco de una innovación promovida por la administración. Ahora quizá debamos apostar por esa innovación frugal e inclusiva de la que también hablan Elena Castro Martínez e Ignacio Fernández de Lucio:
“La innovación frugal se distingue de la que conocemos habitualmente, tanto por sus medios como por sus fines. De entrada responde a la falta de recursos financieros, materiales o institucionales, pero ha convertido esas limitaciones en oportunidades, aplicando los métodos adecuados. […] Ciertamente muchas de las condiciones que se dan en el país contribuyen a su éxito: la cultura imperante, sobre todo su capacidad para la improvisación creativa, sus habilidades y una mentalidad acorde con este tipo de enfoques; […] y, sobre todo, una política “inclusiva” de los esfuerzos en ciencia e innovación que promueve lograr “más por menos para más” y trata de crear las condiciones institucionales que impulsen las innovaciones frugales de alto impacto”
(p. 127)

Ya ha quedado claro que lo que logremos será “por menos”. Toca saber si queremos apostar por unas condiciones institucionales que harían posible esa innovación frugal e inclusiva orientada a conseguir “más para más”.

(1) Elena Castro Martínez e Ignacio Fernández de Lucio: El significado de innovar, CSIC-Catarata, Madrid, 2013.

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