(Publicado en Escuela el 11 de octubre de 2012)
Asignaturas maría y asignaturas hueso. Esos eran los polos de los espacios curriculares tradicionales. Fuera por sus contenidos o por quien los enseñaba, esa oposición entre lo fácil y lo difícil, lo alegre y lo serio, lo secundario y lo importante, parecía distinguir lo que se hacía en el tiempo escolar.
Al primer grupo pertenecían las asignaturas blandas, las enseñanzas relacionadas con el cuerpo (la gimnasia), la sensibilidad (el dibujo, la música…) o la religión. En el segundo estaban las materias duras, más relacionadas con lo conceptual (las matemáticas, la física, el latín…) En estas el éxito parecía depender de la inteligencia y la memoria, capacidades con las que, según algunos, nacemos desiguales y cuyo desarrollo requiere bastante esfuerzo.
El progreso escolar y el prestigio académico no dependían de los éxitos en las materias maría, sino de las buenas calificaciones en las materias hueso. Y según el tipo de huesos que cual era capaz de roer (o de los que se le resistían), se distinguían las querencias (o las reticencias) de unos hacia las ciencias y de otros hacia las letras. Así de simple era la orientación educativa en aquel mundo maniqueo que consideraba que el esfuerzo y la felicidad no podían ser simultáneos.