9 de noviembre de 2012

Recuerdos del futuro

(Publicado en Escuela el 8 de noviembre de 2012)
 
Así tituló Erich von Däniken un libro que tuvo cierto éxito en los años setenta. De esa obra alucinada seguramente solo son rescatables dos cosas: que hablara de lugares tan fascinantes como Nazca y el propio título. Recuerdos del futuro era entonces un oxímoron tan incomprensible como evocador, pero el paso del tiempo lo ha convertido en una expresión reveladora.

Quienes nacimos lo suficientemente lejos del año 2000 como para llegar a él en la edad adulta sabemos lo que significa tener recuerdos del futuro. En la memoria de nuestra infancia y adolescencia  hay imágenes sobre cómo esperábamos que fuera el mundo tras ese año. Aunque Stanley Kubrick situaba en el 2001 su pesadilla sobre la autonomía de la técnica y la amenaza nuclear hacía dudar de si la humanidad alcanzaría siquiera esa fecha, en general teníamos grandes esperanzas sobre el porvenir. En un tiempo en el que tantas dictaduras militares hablaban español era fácil imaginar que en el año 2000 el mundo podría ser mejor.


Por lo demás, el desarrollo científico y técnico prometía prodigios en todos los campos. Se decía que Walt Disney esperaba congelado a que llegaran espectaculares avances médicos, que el hambre en el mundo era un problema técnico que estaría resuelto cuando nos alimentáramos con pastillas de colores, que llegaríamos a trasladarnos más rápido que el sonido y que algún día los viajes espaciales formarían parte de la oferta turística.

Hoy sabemos que la mayoría de aquellas ilusiones infantiles eran ilusorias. Ahora tenemos una conciencia más clara de la naturaleza política, y no solo técnica, de los problemas globales. Sin embargo, entre las promesas que sí se han cumplido están buena parte de las relacionadas con las tecnologías de la información y la comunicación. Incluso se quedaron cortos algunos sueños sobre el futuro digital. El mundo tras Internet no es solo distinto en lo tecnológico sino también en lo social. Muchos lo han advertido y han comparado el tiempo que nos ha tocado vivir con el de una revolución tan importante como la aparición de la imprenta. Con la diferencia de que en esa época nadie era consciente de la magnitud de aquel cambio.

Conceptos como el de sociedad red de Manuel Castells o el del tercer entorno de Javier Echeverría nos ayudan a entender la singularidad de este tiempo. Y también otros que subrayan su diferencia con épocas anteriores: el paso del cambio intergeneracional al intrageneracional que comenta Mariano Fernández Enguita, el cierre del paréntesis Gutenberg del que habla Alejandro Piscitelli o la célebre distinción de Marc Prensky entre los inmigrantes y los nativos digitales. Todos esos conceptos han sido útiles para mostrar algunas asimetrías novedosas que afectan hoy a la educación.

Pero, sin pretenderlo, el título de aquel curioso libro también señala otra diferencia fundamental entre las generaciones que conviven en el ámbito escolar: la mayoría de los profesores tenemos recuerdos del futuro, pero nuestros alumnos quizá nunca los lleguen a tener.

Quienes nacimos lejos del año 2000 detestábamos buena parte de aquel presente y anhelábamos un futuro mejor. Por eso tenemos ahora recuerdos del futuro. Sin embargo, quienes se educan ya en el siglo XXI viven más bien en un presente continuo y apenas tienen sueños relacionados con ningún futuro más o menos perfecto.

Quizá sea simplemente porque son más realistas y menos ingenuos que nosotros a su edad. O puede ser que ellos vivan nuestra utopía, porque utópico era para nosotros un tiempo en el que imaginar el futuro no fuera una necesidad perentoria del presente. Aunque también puede estar calando en ellos esa sensación, inédita hasta ahora, de que las nuevas generaciones quizá ya no vivirán tiempos mejores que los que han vivido sus padres.

Pero, aunque no se atisbe en el horizonte ningún hito tan singular como nuestro año 2000, es importante seguir dejando un lugar al futuro, a la prospectiva teñida de utopía, al deseo de imaginar lo que no existe ahora pero podría llegar a existir algún día. Para nosotros fue una necesidad, pero para los jóvenes de hoy debería ser casi un derecho, el derecho a esperar que el futuro pueda seguir siendo  mejor que el presente.

Por eso es tan malo que en España los adultos hayamos empezado esta década casi regodeándonos con los malos presagios sobre el futuro de nuestro país, sin cuidar los efectos que nuestro pesimismo tiene en la construcción del imaginario colectivo de esas generaciones que todavía tienen mucho más futuro que pasado.

Y por eso es tan bueno que muchos países latinoamericanos hayan iniciado esta década con cambios políticos ilusionantes y estén aprovechando este tiempo para proyectar hacia el futuro conmemoraciones de su pasado como las de los Bicentenarios. En Iberoamérica, proyectos educativos tan ambiciosos como el de las Metas 2021 quizá hagan posible que los niños de hoy puedan llegar a tener tras ese año buenos recuerdos del futuro.

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